Página principal

viernes, 1 de septiembre de 2017

"La ballena azul" de Héctor Tizón



La ballena azul
Héctor Tizón

Tal vez a legua y media de Yala ―lo cual antes era mucha distancia, cuando la velocidad no había impuesto su ritmo a la vida y el hecho de nacer en un lugar era primordial o importante― estaba el poblado de Los Molinos; quizá no un poblado ―meros rastros de una antigua merced― sino tan sólo unas cuantas viviendas junto a la gran sala donde durmió el general Belgrano.
La casa todavía existe, casi en ruinas, ahora al costado de una alevosa carretera que le expropió buena parte de su huerta, dejándole el torreón de las palomas, las verandas y el muro, algunas palmeras y dos o tres nísperos hueros y obstinados. De esa casa conservo un olor, un claroscuro, algunos pedazos de cielo entre las alfajías de su techumbre careada, la figura silenciosa de una mujer marchita, de cabellos negros y larga pollera verde; una luminosidad y unos zumbidos de alma en pena deambulando a la hora de la siesta también están presentes otros ruidos, confusos o amortiguados o inexistentes, como eco de aquel mundo muero tiempo atrás, que acababa de llegar. En una de las habitaciones de esa casa, frontera de una acequia ―espacio pircado de por medio, con pisingallos y matas de frutilla silvestre creciéndole por todos los costados― estaba el aula donde funcionaba la escuela.
En esa escuela, al igual que en todas las demás escuelas a las que después, no recuerdo haber aprendido nada que me sirviese, pero tengo unidas aquellas imágenes docentes y sucesivas con la idea de la crueldad, la humillación, el deber impuesto, autoritario y castrador, la educación dictada a palos, al margen del ritmo de nuestra vida, propinada con el extraño lenguaje de los manuales y las cartillas, que tragábamos a viva fuerza, como un alimento ajeno, calmo y forzoso.
La clase daba comienzo cuando la maestra ―entonces una Sra. Ad honorem― llegaba a bordo de un Rugby conducido por un hombre flaco y mudo, a veces mucho después de todos nosotros. Los bancos eran para dos alumnos y yo me sentaba junto a una niña gorda, de unos trece años, entenada de un puestero de San Pablo de los Reyes, que aparecía, siempre la primera, de a pie, o a menudo montada en un burro con árganas de varillas de sauce que su padre empleaba para recolectar las verduras. No tenía guardapolvo; tenía ojos vivaces pero desconfiados y cautelosos como los de un pájaro y se llama Pancha; de tarde servía casa del hacendero Muñoz, para peinar a la dueña, despiojarla y destrenzar y trenzar sus largos cabellos. Era unos cinco años mayor que yo.
El aula era una sola y del primero al cuarto grado todos íbamos juntos. Había, en un rincón, un esqueleto humano, de pie, colgado de una vara y en la actitud tambaleante de un borracho; en el otro rincón había una alta percha de astas y al frente y hacía arriba un retrato de prócer con cara de oligofrénico.
La maestra ese día repartió las pizarras y tres pedazos de tiza de colores distintos entre algunos alumnos, y dijo: “Hoy van a dibujar una ballena. Una ballena es un cetáceo mamífero, que vive en el mar y tiene esta forma que yo hago en el pizarrón. Copien.
Era un asunto deslumbrante y maravilloso para quienes vivíamos en las montañas y jamás habíamos salido más allá de cinco leguas a la redonda. Ni las pizarras ni las tizas alcanzaron para mí, que tuve que mirar cómo trabajaba Pancha.
Al cabo de diez minutos la maestra, que luego de dibujar en el pizarrón había permanecido en su escritorio masticando sen-sen, en silencio, vino a pasearse entre los bancos para observar el trabajo. De ese momento ahora recuerdo las gastadas baldosas del piso, el taconear de sus zapatos y el aleteo espantadizo de algún murciélago en la cumbrera tenebrosa del techo, cuando sonó la bofeteada junto a mí.
―¡Idiota!, gritaba la maestra con la pizarra de mi compañera de banco en sus manos, ― has pintado de azul la ballena! ¿De qué color entonces habrías de pintar el mar? ¡Fuera de aquí, pedazo de burra!
No me dí cuenta en qué momento Pancha desapareció del aula. Dicen que primero estuvo llorando sentada entre las matas, debajo de unos tarcos. Después, seguramente huyendo del pavor del mar y la pedagogía, nunca más volvió a la escuela.

Yo me salvé, ignorando, tal vez porque mi padre jugaba al ajedrez y vivíamos en una casa blanca.

sábado, 19 de agosto de 2017

"Casa tomada" de Julio Cortázar



Casa tomada

[Cuento - Texto completo.]
Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

"Continuidad de los parques" de Julio Cortázar



Continuidad de los parques

[Cuento - Texto completo.]
Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

viernes, 7 de julio de 2017

Poema "Si esto es un hombre" de Primo Levi.


SI ESTO ES UN HOMBRE



Ustedes que viven sin molestia
en residencias seguras;
ustedes que encuentran comida caliente y rostro amigo
al volver a casa al atardecer:
observen y vean si esto es un hombre
el que trabaja en un pantano frío;
el que no conoce el descanso y lucha
por un pequeño pedazo de pan.
Que se convierte en mortal por un “sí” o un “no”.
Observen y vean si esto es una mujer.
La que no tiene nombre ni cabellos;
a la cual no le quedan fuerzas para recordar,
que sus ojos están vacíos y su regazo frío
como una rana en un día helado de invierno.
Reflexionen y recuerden que todo esto sucedió
que pasaron estas cosas:
Que yo les ordeno
Grabarlas en su corazón.
Y las repetirán a sus hijos
al regresar a casa y al ir en los caminos,
al acostarse y al levantarse.
Y si ustedes callan – se destruyan sus casas
y les aflija la enfermedad desde los pies a la cabeza
y también sus descendientes les volteen la cara.


Levi, Primo (2002), Si esto es un hombre., Buenos Aires, Muchnik.

"Diario de Ana Frank" (Fragmentos)


Fragmentos del Diario de Ana Frank




Ana Frank: 12 de junio de 1929, Francfort del Meno (Alemania)- marzo de 1945 (Campo de concentración de Bergen Belsen, Alemania)
“Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco en coches particulares; los judíos sólo pueden hacer la compra desde las tres hasta las cinco de la tarde; sólo pueden ir a una peluquería judía; no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada (...).”
“Nadie escapa a esta suerte, a no ser que se esconda. […] No respetan a nadie: ancianos, niños, bebés, mujeres embarazadas, enfermos, todos sin excepción marchan camino de la muerte.”
“Lo que más anhelo yo es una casa propia, poder moverme libremente y que alguien me ayude en las tareas, o sea, ¡volver al colegio!” 23 de julio de 1943.
“[Sobre sus protectores] Suben todos los días y les hablan a los varones de negocios y política, a las mujeres sobre comida y las dificultades en tiempos de guerra y a los niños sobre libros y periódicos. Vienen con sus expresiones más alegres, traen flores y regalos para los cumpleaños y festividades y están siempre dispuestos a hacer todo lo que está a su alcance. Esto es algo que nunca deberíamos olvidar; mientras otros despliegan su heroísmo en la batalla o en contra de los alemanes, nuestros protectores demuestran el suyo todos los días a través de sus buenas almas y su afecto.”
 “Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen”.
“Éste es ‘el día’: ¡La invasión ha comenzado! […] ¡Conmoción en la Casa de atrás! ¿Habrá llegado por fin la liberación tan ansiada, la liberación de la que tanto se ha hablado, pero que es demasiado hermosa y fantástica como para hacerse realidad algún día? ¿Acaso este año de 1944 nos traerá la victoria? Ahora mismo no lo sabemos, pero la esperanza, que también es vida, nos devuelve el valor y la fuerza. […] Tal vez, dice Margot, en septiembre u octubre pueda volver al colegio.” 
“Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más de desahogarme.”
“Créeme, cuando llevas un año y medio encerrada, hay días en que ya no puedes más. Entonces ya no cuenta la injusticia ni la ingratitud; los sentimientos no se dejan ahuyentar. Montar una bicicleta, bailar, silbar, mirar el mundo, sentirse joven, saber que soy libre, eso es lo que anhelo, y, sin embargo, no puedo dejar que se me note.”  24 de diciembre 1943.
[Páginas finales del diario] “Ahí está lo difícil de estos tiempos: la terrible realidad ataca y aniquila totalmente los ideales, los sueños y las esperanzas en cuanto se presentan. Es un milagro que todavía no haya renunciado a todas mis esperanzas, porque parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, sigo aferrándome a ellas, pese a todo, porque sigo creyendo en la bondad interna de los hombres.
Me es absolutamente imposible construir cualquier cosa sobre la base de la muerte, la desgracia y la confusión. Veo cómo todo el mundo se va convirtiendo poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el trueno que se avecina y que nos matará, comparto el dolor de millones de personas, y, sin embargo, cuando me pongo a mirar el cielo, pienso que todo cambiará para bien, que esta crueldad también acabará, que la paz y la tranquilidad volverán a reinar en el orden mundial.
Mientras tanto tendré que mantener bien altos mis ideales, tal vez en los tiempos venideros aún se puedan llevar a la práctica…”


Poemas de escritores armenios


“Armenia” de William Saroyan
Me gustaría saber si existe en la tierra
algún poder capaz de destruir esta raza,
esta pequeña comunidad
de gente insignificante,
cuya historia ha llegado a su fin.
Que tuvo numerosas batallas perdidas,
cuyas estructuras se han desmoronado,
Cuya literatura no es digna de ser leída
ni su música de ser oída,
y cuyos ruegos no han sido contestados.
¡Adelante, continúen aniquilando esta raza!
¡Destruyan armenia! ¡Miren si pueden hacerlo!
Sáquenlos de sus casas y envíenlos al desierto!
¡Déjenlos sin comida!
Quemen sus casas e iglesias
Pero luego, miren si no son capaces
De volver a reír.
vean si no vuelven a cantar o a rezar.
Y cuando dos de ellos se encuentren en
cualquier lugar del mundo
vean si no vuelven a crear una nueva Armenia.

Este poema pertenece a William Saroyan (1908-1981), escritor y dramaturgo armenio-estadounidense de gran sensibilidad y trascendencia. Muchas de sus historias se fundaban en experiencias de la infancia entre los agricultores armenio-americanos del Valle de San Joaquín, o trataban el tema del desarraigo del inmigrante y el más general de la condición humana.

“Recuérdenme...” de Mushegh Ishján
Recuérdenme...
Que este inenarrable y luctuoso hecho - el gran crimen- no se cubra de olvido.
Llamaré, llamaré esta noche
a la puerta cerrada de vuestros ensueños,
para que despierten las conciencias ociosas
de su hondo letargo siquiera un momento.
¿No me conocen? ... Yo soy aquel niño hermoso
que exhausto y semidesnudo
en el diserto de Der-El- Zor se durmió un día
y jamás despertó.
No se horroricen de mi esquelética figura,
nunca fui enterrado,
y así deambulé
entre los muertos,
siempre con hambre y sediento.
Por la hambruna mi vientre se fue hinchando
como parte del tambor, tenso y delgado,
y mis piernas, descarnadas,
eran débiles palillos...
Incontables días sin bocado de pan.
mis ojos solo sangre y muerte vieron;
como una cabra sarnosa comí pasto,
y luego ... ni eso.
Los golpes no son lo grave, curar las heridas de la espalda;
tampoco importa el miedo a la muerte;
lo terrible es ver caer al suelo, hambrientos,
pequeños como yo...
No pido adornos ni abrigos de lana,
los esqueletos se ven siempre desnudos;
mas cuando saquen del horno los panecillos calientes,
acuérdense de mi.
A la puerta de todos los hombres,
llamaré, llamaré con insistencia,
para que nunca falte a ningún niño
su pedazo de pan cada jornada.

Mushegh Ishján, nació en 1913 en Sivrihisar (Armenia Occidental). Conoció desde niño la amargura de la vida en los caminos des deportaciones. Estudió en la escuela Armenia de Damasco, en el Instituto Melkonian de Chipre y en el Colegio Haigazian de Beirut.
Este poema forma parte del libro Las montañas doloridas. 21 poetas armenios editado en Buenos Aires en el año 2003.

“LE DIREMOS A DIOS” (Escrito en 1917) de Vahan Tekeyan

Si ocurriera que no pudiésemos soportar
esta despareja lucha y drenados
de fuerzas y agonizantes
cayéramos al suelo de la muerte para no levantarnos
y el gran crimen terminase
con los últimos ojos Armenios
cerrándose sin ver un día victorioso,
déjanos jurar que cuando encontremos
a Dios en su paraíso ofreciendo consuelo
para enmendar nuestra pena,
déjanos jurar que rehusaremos
diciendo No, envíanos de vuelta al infierno.
Elegimos el infierno. Me hiciste conocerlo bien.
Conserva tu paraíso para los Turcos.

Vahan Tekeyan (1878 – 1945), el único poeta mayor que sobrevivió a la masacre del 24 de abril de 1915, se encontraba casualmente en Jerusalén en el momento de los arrestos masivos. Salvó su vida de ese modo y vivió exilado en Egipto hasta su muerte.

“LA LENGUA ARMENIA ES EL HOGAR DE LOS ARMENIOS” de Moushegh Ishkhan

La lengua armenia es el hogar de los armenios
La lengua armenia es el hogar
y refugio donde el errante puede poseer
techo y pared y nutrientes cuidados.
Él puede entrar para encontrar amor y orgullo,
encerrando a la hiena y a la tormenta afuera.
Por siglos sus arquitectos han trabajado duro
para darle a sus techos altura.
Cuántos campesinos trabajando
día y noche han mantenido
sus aparadores llenos, sus lámparas encendidas,
sus hornos calientes.
Siempre rejuvenecida, siempre vieja, dura
siglo a siglo sobre el sendero
en el cual todo Armenio puede encontrarla cuando esté
                                                                          [perdido
en la tierra salvaje de su futuro, de su pasado.


Moushegh Ishkhan (1913 – 1990). Huérfano de ambos padres a los 2 años, es otra consecuencia del Genocidio Armenio: los que pasaron a vivir en el exilio. Ishkhan fue criado en Beirut, Líbano.

domingo, 2 de julio de 2017

Canciones inspiradas en la narrativa de Lovecraft

Metallica - "The call of Ktullu"

Lovecraft creó la deidad Cthulhu en una historia corta titulada "The Call Of Cthulhu" (La llamada de Cthulhu). Este ser, supuestamente, tenía la cabeza de un pulpo y una cara que era una masa de tentáculos, un cuerpo con escamas y alas. Pero en realidad Metallica obtuvo la inspiración para esta canción de otra historia de Lovecraft, "The Shadow Over Innsmouth". 


Black Sabbath – Behind The Wall Of Sleep

Esta canción se basó en el relato de terror de H.P. Lovecraft, "Beyond The Wall Of Sleep" (Más allá del muro del sueño), que mezcla la locura con la telepatía y los seres fuera de las dimensiones normales de la experiencia humana.

Mekong Delta – The Music Of Erich Zann
El título de unhistoria de Lovecraft. La trama que aquí se trata es de un músico ciego que utiliza melodías y ritmos secretos para defenderse de criaturas aterradoras, a punto de invadir esta dimensión a través de un portal que da a su ventana.




Septicflesh – Lovecraft's Death  

Una canción que utiliza muchas a las obras de Lovecraft, personajes e historias para explicar en un sentido lírico el impacto que tenía sobre la literatura en la primera parte del siglo 20. Este es un canto de homenaje a él, en lugar de una descripción morbosa de su desaparición.



"Desde el más allá" de H.P. Lovecraft

Dejo un enlace que reenvía a un blog que publicó el cuento de Lovecraft.

http://elespejogotico.blogspot.com.ar/2010/10/desde-el-mas-alla-hp-lovecraft.html

"El ser del umbral" de Lovecraft

Enlace para leer "El ser del umbral". Reenvía a un blog.

http://elespejogotico.blogspot.com.ar/2010/08/el-ser-en-el-umbral-hp-lovecraft.html

"La música de Erich Zann" de Lovecraft

Enlace para leer el cuento de Lovecraft.

http://ciudadseva.com/texto/la-musica-de-erich-zann/

"El color que cayó del cielo" de H.P. Lovecraft

Enlace para leer el cuento "El color que cayó del cielo" de Lovecraft.

http://ciudadseva.com/texto/el-color-que-cayo-del-cielo/

"El terrible anciano" de H.P. Lovecraft (animación)


"La música de Erich Zann" de Lovecraft (cortometraje- Stop Motion)